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Tradiciones orales de Lastras de Cuéllar- Ignacio Sanz

pilon de arriba

«En los años cincuenta y sesenta del siglo XX, cuando yo era niño, las tradiciones orales circulaban con naturalidad y profusión en Lastras, tanto en las solanas, en los lavaderos, en la fábrica de achicorias, en los alrededores de las pegueras, en la tabernas y, cómo no, en las bodegas, nuestras célebres bodegas, que han sido fuente continua de expansiones orales, refranes, juegos, chascarrillos, sucedidos y divertimentos; acaso el género que mejor se acomoda a las bodegas sean los brindis de vino: “La otra mañana fui al campo/ vi una culebra/ la tiré una piedra/ y vino a mí, vino a mí, vino a mí….” Pero, además de los brindis, estaban los juegos que se hacían en las bodegas, como “El Marquesito”, que, durante las fiestas, tanto asombro causaba en los forasteros que visitaban la peña “La Alegría”, donde el señor Eulalio Cotaña y Desiderio Arranz, ejercían de maestros de ceremonias; uno llevaba el ritmo con una botella de anís y el otro el cinto amenazador: “Date la vuelta, Marqués,/ y tú también, Maldonado/ Culo Yeso, Culo Yeso,/ Culo Yeso y Culo Barro./ Que lo manda el gobierno/ y lo firma el alcalde/ que se quiten la camisa/ y sigan el baile.” Algunos de aquellos juegos quedaron recogidos después en un libro de juegos populares de Castilla y León que publiqué en 1983. Fruto de esa relación cordial vivida en Lastras; también al vino y la cultura tradicional, es decir a los brindis, cuentos y juegos, le dediqué un libro en 1.997. Buena parte de aquel material salió de aquí. Además de jugar y brindar, en las bodegas se solían decir aquellas bendiciones zumbonas que tantas veces recitaba mi abuela María en días festivos o matanceros: “La bendición de ramos,/ que no vengan más de los que estamos/ y si han de venir/ que lleguen por Madrid/ y si han de llegar/ que se enreden en un zarzal.” O aquella otra: “Casa grande,/ gente hermosa,/ plata mucha,/ comida poca,/ pan con peso,/ vino con medida/ el que entra en esta casa/ lo joden enseguida.” Y, hablando de matanzas, la señora Benedicta “Relata”, hermana del tío Cerillas, decía aquella letra matancera, tan sugerente: “La señora Longaniza/ se quiere casar mañana/ con el señor Pedro Lomo/ pariente de doña Magra,/ el chorizo es invitado,/ la morcilla convidada,/ ¿Quién fuera casamentero/ de estas gente tan honrada?”.

Pero antes, mucho antes, en la cocina de nuestras casas, los mayores, especialmente nuestras madres o nuestras abuelas, nos hacían los juegos de los dedos de la mano: este mató un pollo…, o el “Mira un pajarito sin cola: mamola, mamola, mamola…”, o “Cuando vayas a por carne, que no te la den de aquí, ni de aquí, ni de aquí, que te la den de aquí.” Y allí, en la cocina de casa, mi abuela nos cantó mil veces el “Pin, pin, zarramaca, pin,/ vino la bubilla/ por la sabanilla,/ sábana redonda/ vino por la ponda,/ ponda del Henar,/ vino por la sal,/ sal de murruecos,/ vino por los truecos,/ truecos de avellana,/ vino por las tranas,/ tranas de chuchurrumé,/ alza la pata y echa a correr…”, una retahíla maravillosa que refleja cabalmente el sinsentido y los absurdos que alimentan el mundo infantil. Quiero recalcar que en Lastras se contaba, que se cantaba y que se jugaba siguiendo el ritmo que marcaban las cancioncillas. Es decir que, en medio de tantas precariedades materiales, se podría decir que éramos ricos. “Allá arribita, arribita/ había una montañita,/ en la montañita un nido/ en el nido tres huevos,/ el uno era blanco,/ el otro era negro/ y el otro colorado;/ al coger el blanco/ me quedé cojo y manco;/ al coger el negro/ me quedé cojo, manco y tuerto;/ al coger el colorado,/ me quedé cojo, manco, tuerto y escalabrado.” Desde las canciones de corro, a las canciones de comba, las de pelota o las de pídola:”A la una nací yo/ a las dos me bautizaron,/ a las tres ya tuve novia,/ a las cuatro me casaron,/ a las cinco ya fui quinto,/ a las seis fui coronel,/ a las siete fui a la guerra,/ a las ocho me mataron,/ a las nueve me enterraron/ a las diez, espolique inglés”.

Había juegos para cada momento y ocasión. Y antes de comenzar a jugar, para conformar los equipos, se echaba a suertes sirviéndose de retahílas disparatadas: “Un ratón se subió a una baranda,/ se tiró un pedo y dijo: ¡caramba!, Que viva la sal,/ que viva el salero,/ que vivan los ratones/ que se tiran pedos./ Pan, chocolate y queso.” O “Pinto, pinto, gorgorito/ saca las vacas a veinticinco./¿En qué lugar:/ en Portugal/ ¿En qué calleja?/ en la Moraleja./ Agárrate niña/ de mis orejas.”

Además del frontón, que convocaba a los chicos y a los mozos, estaban los juegos y las bromas específicos de matanza como las Rebatideras, los juegos de taberna como el célebre “Tío Maragato”, los juegos callejeros de verano en los que participábamos los chicos de cada barrio, como la maya, el bote o el cinto escondido. Estos juegos comenzaban con una retahíla que cantaba en alto el chico que la ligaba, mientras los demás se escondían; consistía en cantar hasta diez o hasta veinte, seguido de “Ronda, ronda, el que no se haya escondido que se esconda, que tiempo ha tenido de sobra. ¡Voy!” También había una formulilla para dar por acabada, al final de la noche, la sesión de juegos callejeros. “Por aquí viene un gallo/ por allí una gallina/ que cada cual se marche/ a su cocina.” Quizá, por eso, uno recuerda la infancia como una etapa feliz y luminosa. Pese a la monotonía alimentaria, pese al frío de los inviernos polares combatidos con un pantalón corto, pese a aquellas sesiones con las rodillas clavadas en las losas heladas de la iglesia en las misas y en las novenas, los juegos ocupaban buena parte de nuestra vida. Los juegos y los juguetes, casi siempre toscos y elementales, desde los peones y peonzas que nos hacían los mayores, hasta la chirumba, el aro, el chito o los garapitos. Salvo el aro, los demás estaban hechos a punta de navaja. Algunos, a punta de azuela o de hacha.

Los mozos pedían las rosquillas el lunes de Pascua cantando canciones a las mozas. Al tiempo que pedían la rosquillas apretaban de la bota que iba pasando de mano en mano mientras cantaban: “A la verde retamita,/ a la verde retamar,/ bebe tú, Fulano, bebe/ que de balde te lo dan/ y después de haber bebido/ a Mengano se lo das.” Los niños pedían alimentos o dinero en mitad de la Cuaresma durante la fiesta de La Sierra Vieja cantando: “Ángeles somos, del cielo venimos/ cestas traemos/ huevos queremos/ si no nos los dan/ a serrín, a serrán.” Y cuando daban algún presente se cantaba en agradecimiento: “Esta casa es un palacio,/ la señora es una reina” porque ha dado limosna/ a los niños de la escuela”. Pero si no daban nada: “Esta casa es una cuadra/ la señora es una yegua/ porque no ha dado limosna/ a los niños de la escuela.” Y también la canción que siempre exigía para sí el carnicero Paco Pardillo: “Viejo rabudo/ te pique en el culo/ te salgan dos ronchos/ como estos dos puños.” Aunque Paco, contrariando las normas, daba propina después de escucharla. Por cierto, Paco Pardillo, tripudo y desenfadado, formaba una pareja estranbótica de baile con el tío Ranero, tripudo también. Hacían un baile bufo dándose tripadas entre los dos, lo que les hacía retroceder para volver a juntar sus panzas, al tiempo que cantaban: “ La tía Melitona/ ya no amasa el pan,/ que le falta el agua,/ la harina y la sal,/ y la levadura/ la tiene en Pamplona,/ por eso no amasa/ la tía Melitona/ ¿Úrsula, qué estás haciendo,/ tanto tiempo en la cocina?/ Estoy pelando las patas/ de esta dichosa gallina.” Qué experiencia inolvidable verles bailar con aquel desenfado carnavalesco. Uno de tantos regalos lastreños.

Las tormentas se combatían con oraciones a Santa Rita y a San Bartolomé: “San Bartolomé estaba en su cuna/ y le dijo Dios: ¿dónde vas, Bartolomé?/ voy al cielo con usted./ Pues vuélvete a tu casa,/ porque en la casa donde se diga esta oración/ no morirá mujer de parto,/ niña de espanto,/ ni hombre sin confesión. Amén, Jesús”.

Cuando un segador se le hacía una nube en un ojo por culpa de una espiga, mi tía Pilar rezaba esta oración: “Estaba la niña/ en el verde olivar/ con una nube en el ojo/ que no podía parar./ Consigo trajo a Jesucristo,/ consigo trajo a San Pedro,/ consigo trajo a San Juan/ consigo a los doce apóstoles/ que a su mesa comen pan. Estaba la niña/ en el verde Olivar.”

Para combatir las úlceras, mi abuela María cortaba una hoja de gazapeo o lengua de gato durante nueve días seguidos haciendo una cruz con las hojas, y poniendo una piedrecita encima para que el viento no las volara, decía: “Buenos días, señor don Gazapeo,/ por la gracia y usted tiene/ y la que Dios le da,/ quiero que quite las úlceras/ a don Fulano de tal.” Se trataba de magia simpática por la forma de lengua que tiene el gazapeo. Mi abuela también conocía las propiedades de la ruda porque alguna vez la oí: “Si la casada supiera/ para qué sirve la ruda,/ madrugara y la cogiera,/ aunque fuera con la luna.”

Recientemente recogí en boca de Luis Arusio, lastreño emigrado a Bilbao, una oración que recitaban los labradores cuando empozaban el cáñamo en el río Cega, en la zona de Ruflillo y Navarrudíez: “Ojos míos, no lloréis,/ lágrimas, tened paciencia,/ que el que nace pa sufrir/ desde pequeño se empieza.”

Tengo la sensación de que la gente era mucho más desinhibida y dicharachera. Los labradores acudían a sus faenas subidos sobre uno de los machos, cantando jotas, fandangos y seguidillas. Como si las canciones hicieran más liviano el trabajo. La trilla era un momento propicio para cantar jotas y romances. Había personas que presumían de no repetir una sola letrilla en toda la tarde. A cantar me ganarás/ pero no a saber cantares/ que tengo una alforja llena/ y encima cuatro costales.” Lo mismo hacían los alfareros mientras torneaban: “El pulido cantarero/, cantando cántaros hace,/ cantando gana dinero,/ y tiene una cantarilla/ toda llena de cantares/ y cuando quiero cantar/ tira de la cuerda y sale.” Y cuando salían a vender su mercancía, se valían de aquel pregón cargado de retranca: “A la canca, a la canca,/ bacín colorao,/ ¿quién por dos reales/ no caga sentado?/ ¡Vendo orinales!” Otro momento decisivo para los alfareros era cuando echaban la última bieldada en el horno para dar por concluida la cochura. En ese momento tapaban la boca con unos ladrillos y rezaban: “Santa Polonia bendita/ si está de menos, lo pones,/ si está demás, se lo quitas”.

Siendo niño oí en la eras por primera vez una fórmula teatralizada entre dos personas para anunciar que estaba a punto de producirse una catástrofe intestinal: “¡Juan viene!/ ¡Detenle!/ ¡No puedo!/ ¡Pues déjale que suene!” Y, de inmediato, se escuchaba el estruendo. Y había, cómo no, formulillas divertidas para definir “científicamente” estas descargas escatológicos. “El pedo es un aire corrompido/ que sale del culo metiendo ruido./ Las propiedades del pedo son:/ infla, desinfla, música, olor,/ se abre, se cierra,/ se marcha pa su tierra/ y aquí deja el olor.” También: “Cuando uno se tira un pedo/ es que el diablo mete el dedo,/ una gallina el pico,/ el rabo de un borrico,/ una cigüeña con pollos/ y una banda de demonios.”

A la eras íbamos los niños a cazar grillos en los días de primavera. Cogíamos una paja y la metíamos el cualquiera de los agujeros que había en el suelo y cantábamos esta cancioncilla: “Grillo, grillera,/ agarra la paja/ y salte pa fuera.” En 2009 salió “En la barca de Noé”, un librito de ensalmos y cancioncillas infantiles relacionadas con los animales recogidas por Claudia de Santos y por mí. Y, cómo no, muchas de estas formulillas proceden de Lastras.

En una sociedad sin televisión, las palabras ocupaban un lugar central en la vida del pueblo. Llegaba un comerciante, extendía su mercancía en la plaza y, de inmediato, salía el pregonero a anunciarla tocando previamente la bocina en cada lugar estratégico. Y había pregones con doble sentido: “El oficio de sillero/ es un oficio muy chulo;/ va gritando por las calles:/ ¿Quién quiere que le eche un culo?” Las disposiciones municipales se anunciaban a través de un pregón que solía comenzar con el célebre: “Por orden del señor Alcalde, se hace saber…”. Para recoger la vacada o la yeguada el señor Paulino se valía de un cuerno que sonaba con un estruendo bronco en la quietud de la mañana. En definitiva, la gente estaba pendiente de las convocatorias, como los feligreses lo estaban de los oficios religiosos a través de los toques de campana.

Otro lugar donde se contaba mucho era en el soportal del cine de Frutos. Los chicos que no teníamos las tres pesetas para la entrada nos juntábamos allí esperando que a la señora Paula se la ablandara el corazón. Ella salía de cuando en cuando y nos hacía un resumen de la película; así nos ponía los dientes largos. Luego iba dejando entrar, primero a los que tenían dos pesetas, luego, pasada ya más de media película, a los que sólo teníamos una. Mientras esperábamos la llegada de la señora Paula, contábamos sin parar.

Se ha cantado y se ha contado mucho en Lastras de Cuéllar, tanto en lo espacios privados, como en los públicos. Es posible se haya hecho con la misma intensidad en todas partes. Quizá las bodegas lo han propiciado de manera determinante. De hecho, en las bodegas de los pueblos situados al norte del nuestro, es decir, sobre todo en los pueblos de la tierra de Fuentidueña , como suele hacer mucho frío en el sotarrizo, el dueño baja a por una jarra y sube los doce o catorce escalones, hasta el contador, es decir, hasta el espacio de entrada, más cálido, donde los amigos, sentados en el poyete, se juntan para charlar; la jarra corre de mano en mano mientras se relata o, de cuando en cuando, se canta. De ahí que este espacio se le llame “contador”. En las bodegas de Lastras, con su peculiar tipología, se suele beber y contar en el sotarrizo, al pie de las cubas, un espacio fresco que no llega a frío, un espacio mágico por los momentos felices que propicia. Por eso las cuadrillas se juntan en las bodegas, no tanto para beber, como para entretenerse, es decir, para contar historias, casi siempre chismes, sucedidos, chistes y cuentos; aunque, de cuando en cuando, también se bebe, por supuesto. De ahí que la gente haya desarrollado un cierto arte para contar. Recuerdo con especial admiración a Félix Serafín, gran contador de cuentos, pero también a mi tío abuelo Esteban Díez, hermano de mi abuela María, que era un maestro en el arte de mantener la atención de los oyentes, desprendiéndose poco a poco de los detalles de un relato, es decir, administrando con cautela sus cartas y creando expectación en los oyentes, de manera que los niños le escuchábamos boquiabiertos. Pero imagino que, como Félix Serafín o el tío Esteban habría un maestro en el arte de contar en cada familia. Y, así, los acontecimientos históricos, los sucedidos, los dimes y diretes de los pueblos, los amoríos, las tramas familiares y los crímenes más horrendos, nos eran trasmitidos en el calor de la cocina invernal, mientras escuchábamos el chisporroteo de las piñas y las roñas en la bilbaína. Al tío Mateo le teníamos harto los sobrinos porque queríamos que, año tras año, en la matanza, nos contara la célebre historia del curandero de Almenara. El tío Mateo no se hacía de rogar, aunque decía: si ya la sabéis. Era cierto. La sabíamos, pero como si fuéramos niños, queríamos que nos la contara de nuevo porque era un festín escuchársela. Y comenzaba el tío Mateo: pues nada, que allá, por los años cuarenta, había un curandero en Almenara, un pueblo de Valladolid del que la gente no paraba de hablar. Y, en pleno invierno, fueron a verle tres resineros de Lastras, cada cual con sus achaques. Madrugaron mucho para hacer el viaje de ida y vuelta en el día. Buena parte del camino la tuvieron que hacer cruzando pinares. A mitad de camino, uno de los resineros ahuecó el anca y lanzó un cuesco sonoro que retumbó como un trueno en medio del pinar. Y el resinero, por hacer una gracia, dijo: este para el curandero de Almenara. Cuando a media mañana los resineros llegaron al pueblo, buscaron la casa, se apearon ante la puerta y llamaron. Salió el curandero a recibirles: ustedes dos pueden pasar, pero usted, dijo señalando al pedorro, no quiero que ponga los pies en mi casa. Y los dos resineros regresaron curados a Lastras, mientras que el otro siguió con sus achaques. Y luego el tío Mateo, para dar autenticidad a su historia, remataba: y que me dé un patatús aquí mismo si he dicho una mentira.

La palabra, transformada en sentencia, en refrán, en jota o en letrilla jocosa, en cuento era el instrumento con la que la gente se relacionaba. No había otra cosa. Me decía Rober Herrero, uno de Los Mellizos dulzaineros de Lastras, que le contaba su padre que cuando pasaba por la noche delante de una casa pequeña y estrecha en la que, además del matrimonio, vivían apretados ocho hijos y dos de los abuelos, casi siempre se oían el estrépito de las risas, mientras que en otra casa aledaña, una casona de labradores ricos, reinaba un silencio espectral. Uno imagina que posiblemente los abuelos de aquella casa estrecha serían magníficos relatores de historias. Por supuesto, también ahora nos comunicamos verbalmente, pero hemos perdido muchas fórmulas acuñadas por la tradición oral. Además, entonces cada relator modulaba la voz con una entonación especial, como si fuera un especialista en el arte de contar. Aquellas letrillas y cuentos llevaban implícito un conocimiento, una mirada casi siempre desenfadada sobre la realidad. Aquel conjunto de pequeños relatos conformaba una parte de la identidad colectiva. No siempre las letrillas resultan desenfadadas. A veces se encuentra uno con sorpresas morrocotudas. Estando en la bodega de Seo y Maruja, mi primo Miguel Ángel Culón, hablando de todos estos saberes dispersos, recordó una letrilla que decía su tío Teodoro que parece envuelta en un extraño lirismo: “No siento que mi maridito vaya al pinar, / siento que meta el hacha y no la pueda sacar”. ¿De dónde viene este saber? ¿Cómo llegan estas perlas hasta las gentes de Lastras? No resulta fácil saberlo. El folklore es como las flores silvestres que crecen en las cunetas, esas maravillosas flores que nadie cultiva y cuya semilla es arrastrada por el viento de un lugar a otro para deslumbrarnos cuando, en primavera, paseamos los caminos.

Por ello, cuando recuerdo mi infancia en Lastras, pienso que, en medio de la precariedad y las limitaciones materiales, fui un niño rico, inmensamente rico, rodeado de gente mayor que eran portadores de historias. Pero fue en Madrid donde me di cuenta de todo lo que había dejado a mis espaldas. A veces necesitamos alejarnos para ver las cosas con perspectiva, como hacen los pintores ante el cuadro que tienen en el caballete. Durante las vacaciones de verano pasadas en Lastras, con frecuencia salía a la calle con un pequeño cuaderno para apuntar letrillas recogidas de la gente mayor con las que fui haciendo un acopio más o menos sistematizado. Unos años después conocí a Claudia de Santos que había hecho lo mismo con sus alumnos en la escuela de Sepúlveda, aunque la suya era una recogida mucho más abultada y rigurosa; a nuestros materiales se sumaron después los recogidos por Luis Domingo Delgado en Sauquillo, Olombrada y otros pueblos de la zona; reunido aquel material, y bajo el patrocinio de Caja Segovia, publicamos tres libros, uno dedicado a la rueda del año, otro al repertorio infantil, y el tercero a las jotas. Miguel Matarranz, hermano de Leandro, muy aficionado al cante, me dejó asombrado el día que me dijo que había memorizado el libro de las jotas. Entero.

Con alguna frecuencia, me invitan a dar charlas en institutos, centros de cultura o universidades. Charlas para estudiantes o charlas para el público en general. Y siempre hago hincapié en la riqueza e importancia de estos materiales para trenzar vínculos afectivos con la lengua y con la geografía. En ellos palpita la gracia y la paradoja de nuestra lengua. Suelo ampararme en los agudos comentarios de Antonio Machado, Julio Caro Baroja o Joaquín Díaz, entre otros. Pero no es necesario hacer una defensa encarnizada de toda esta sabiduría, porque los materiales se defienden por sí mismos. Son descriptivos, agudos, disparatados, sorprendentes y poéticos. A veces nos hacen partícipes de un hecho histórico relevante. Con frecuencia producen desconcierto y tienden puentes de afecto con los que los escuchan por primera vez, es decir, están atravesados por el encanto de la buena literatura.

Pues bien, en mi caso, este proceso de acercamiento a las narraciones orales comenzó en Lastras de Cuéllar, al lado de mi abuela María, una mujer que encarnaba como nadie la cultura popular. Una tarde de sol despiadado, llegué a casa con un terrible dolor de cabeza. Una insolación, vaticinó enseguida. Y, de inmediato, me cubrió los hombros con una sarga y con un vaso estrecho y largo de agua que puso boca abajo sobre mi cabeza, me fue sacando el sol. Decía que cada gorgorito que salía del vaso era un rayo de sol que se escapaba. Lo cierto es que poco después me sentí aliviado. A veces iniciaba sus pequeños relatos diciendo: “acuérdate” como algunos de los grandes escritores que conocí más tarde y a los que ella, por supuesto, no había leído. No sólo estaba dotada de una memoria prodigiosa, también era buena guisandera, hilaba, cosía, bordaba, hacía jabón, conocía múltiples remedios medicinales y, cómo no, echaba una mano en las tareas agrícolas en los momentos de apuro y necesidad. Pero intuyo que en aquella época Lastras estuvo repleta de abuelas Marías, de personas que, tras una vida sencilla, escondían una sabiduría y una capacidad de sobreponerse a las dificultades digna de encomio. Por eso, por toda esa herencia recibida, estaré siempre en deuda con mi abuela y con todos los abuelos y abuelas que se cruzaron en mi camino, que es tanto como afirmar que siempre estaré en deuda con mi pueblo.»
Ignacio Sanz.

Charla ofrecida por Ignacio Sanz en la Semana Cultural de 2017

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