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La matanza del puerco

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Ese artículo es parte del libro. El ciclo del año, escrito por Teresa de Santos; Ignacio Sanz; José Luis del Olmo Guadarrama.

«El singular sabor y encantador aroma del chorizo segoviano se debe en gran parte a los fríos inviernos segovianos, aunque no debemos olvidar la artesanía y profesionalidad de las expertas manos que cada año lo preparan. Sus chorizos, salchichones, lomos, jamones, caretas, pancetas, etc., etc. son únicos y están presentes en toda la geografía española.

Hace años esta industria «del cerdo» no existía, siendo su antecesora la tradicional «matanza», que se realizaba en todos los hogares, tanto en los más humildes como en los de mayores posiciones económicas.

Durante mucho tiempo, la matanza fue una de las tradicionales fiestas de Segovia, en la que las familias encontraban una ocasión para juntarse; duraban unos tres días. En la actualidad, «la matanza» se continúa realizando, si bien, con el paso de los años, su carácter festivo y familiar ha pasado a un segundo plano. Las más tempranas matanzas tenían lugar a la llegada de los primeros hielos de noviembre, y cuyo mes, tal y como recoge el viejo refrán «A todo cerdo le llega su San Martín», venía a constituir la mejor época para la misma; sin embargo no finalizaban hasta mediados de febrero.

An puedo recordar el día de la matanza como un día especial, precedido por una víspera ajetreada por los preparativos de herramientas (cuchillos, cuchillas, ganchos, máquina de picar la carne, …) y de recipientes (artesas, mesa, barreños, etc); pero, sobre todo, recuerdo en las primeras horas de la mañana los fuertes gruñidos del animal: era el comienzo de la matanza.

El primer producto aprovechado venía a ser la sangre, que, una vez convenientemente recogida, se procedía a cocer para que en el almuerzo de esa misma mañana se pudiera ya probar aliñada con sal, aceite y vinagre, junto con un reforzante «trago de vino» a chorro de bota.

Muerto el animal, el rito continuaba con el «chamuscado», proceso mediante el que en una hoguera de vencejeras de centeno se le quemaban todos los pelos; luego, echado sobre la mesa, con agua caliente y una teja era esmeradamente lavado y raspado todo su cuerpo, sin olvidar las orejas, para que no le quedarán restos de suciedad. Seguidamente se le quitaban «las chozas» -los patucos del animal-, con las que «los chicos» comenzábamos a catar algo. Y así, el cerdo estaba listo para ser vaciado y, posteriormente, colgado de una viga.

La limpieza de todo el interior, pero sobre todo el lavado de los intestinos, era lo que menos me gustaba ver y tener que hacer. Pero formaba parte del ritual de cada matanza. Las tripas, una vez bien limpias, se destinaban a la realización del chorizo, estrecho o gordo, La limpieza de todo el interior, pero sobre todo el lavado de los intestinos, labor que se acometía el día tercero.

La parte de la matanza con la que más disfrutábamos «los chicos» era la referida a la vejiga del cerdo: «la zambomba». Una vez extraída del animal, se la golpeaba en la pared hasta que podía ser inflada por medio de una paja de centeno. Con ella los chavales teníamos asegurado el juego durante varios días.

Una vez completadas todas estas tareas, se cortaba un trozo de carrillada y se la llevaba al veterinario para que fuera convenientemente analizada y diera su visto bueno antes de ser consumido el animal. El cerdo se dejaba colgado toda la noche, a fin de que se oreara. De esta forma, la carne se ponía dura y era más fácil el estazado, lo que solía realizarse al día siguiente.

En las primeras horas del segundo día se llevaba a cabo «el despiece», tras el que se seleccionaban todos y cada uno de los diversos componentes del cerdo. Los huesos, una vez descarnados, se metían en adobo; la carne magra era picada para los chorizos; la carne de menos calidad y parte de la asadura, una vez cocida, se utilizaba para hacer los llamados «chorizos bofeños ó butagueños»; los lomos y los solomillos también iban al recipiente del adobo; y los jamones se metían en sal gorda, con una gran piedra encima para que además de salarlos saliera todo el líquido contenido en la carne. Por la tarde, en la chimenea, se hacían los chicharrones con los tejidos grasos del cerdo a fuego lento, en una gran caldera de cobre.

Al entrar la noche, se procedía al reparto, que consistía en compartir con familiares y amigos una cata de los productos de la matanza: sangre, hígado, chicharrones y sumarro. El segundo día se cerraba con la celebración de una cena a la que acudían los familiares más directos, y en la que se degustaba una selección del cerdo. (El primer día no se consumía producto alguno por no haber llegado el visto bueno del veterinario).

En la tarde del día tercero «hacían los chorizos» a máquina: una persona daba a la manivela, otra embutía la carne, y otras ataban y picaban los chorizos con agujas o leznas. Luego se subían «al sobrao» donde eran colgados en varales y, dependiendo de la etapa del oreo, se volvían a descolgar unas semanas más tarde para su «fritura» y posterior conservación.»

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