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Querido barro, Valentina Callejo

valentina portada

Cuando llegaba el mes de marzo, Valentina tenía que dejar la escuela y marchar a trabajar a la tejera. Con el frío de noviembre, regresaba al aula y, avergonzada, se quedaba en la puerta, esperando. Entonces doña Presentación, la maestra, le decía: “Valentina, como siempre, has venido la última, Atrás” . Allí se ponía la niña. Mes a mes, iba avan­zando puestos y pupitres, porque era más lista que una lie­bre. Hasta que otra vez llegaba el mes de marzo.

Valentina tiene el pelo fuerte y oscuro, una risa franca y sonora, ojos vivos, manos pequeñas y unos pendientes con bolita de coral. Lleva la cara lavada -ni asomo de car­mín- y huele a limpio, a pastilla de jabón. Sin presunción alguna, pero también sin titubeos, porque con los años ha compro­bado que con su voluntad puede llegar muy lejos.

Nació en 1938 en un pueblo segoviano, Lastras de Cuéllar. Le gusta contar que fue fundado por los tejeros, que construyeron sus casas, corrales e iglesias a dos pasos de los barreros, las minas de extracción de barro. Hoy, los hoyos donde los hombres sacaban el barro están abandonados, a mer­ced de la lluvia y, a veces, de los escombros. Sin embargo, este paisaje anaranjado y lunar identifica tanto a Lastras como las riberas del Cega, las lagunas o las masas de bosquete de pino resinero.

Eso piensa Valentina. Para ella, la tejera encierra mucha historia: la suya propia y la de su familia. En casa eran ocho hermanos -uno más se murió- y el trabajo sobraba. Los meses que podía ir a la escuela eran, con mucho, los más descansados. No les faltaba qué comer, aunque vivían con senci­llez. «Por entonces -recuerda- no había basura, todo se aprovechaba».

Valentina recuerda a su madre siempre ahorrando, para poder pagar la ropa y el gasto de la boda de cada uno de sus hijos. Lo más tris­te de su juventud fue la muerte de su padre. Una pérdida que además significó estar años ele luto, algo muy duro para una chica de diez y siete. «Ibas a misa y de misa a casa. Fueron tres años para hundirte, de verdad. Y con un mantón arropado a la cabeza, como si fuéramos viejas de esas de antiguamente, incluso mi hermana, que tenía sólo doce años», cuenta. Justo enton­ces, se ennovió. Él también estaba de luto y, cuando iban al baile, en vez de salir a la pis­ta se sentaban y parlaban. Tanto en común sólo podía acabar en boda.

Cuando llegaron los años de la diáspo­ra, Valentina también quiso marchar a tra­bajar fuera, como sus hermanos. Pero el (por entonces) novio le decía: «Como te marches, hemos terminado, y tal». Y Valen­tina, que además de curranta es muy senti­mental, se quedó. Incluso su madre, que ya pasaba de los sesenta, se fue un año a Fran­cia, a recoger judías. A su vuelta, le decía: «Hija, si nos llega a dar Dios caer allí a las dos, lo que habríamos ganado». Pero no fue así y, como dice Valentina, no se sabe cómo hubiera sido mejor la vida.

A ella le tocó la tejera. Subir el barro en serones sobre los borriquillos, machado para hacer los terrones finos, pisarlo -única tarea exclusivamente masculina- y, al día siguiente, preparar tejas, ladrillos y baldo­sas para los hornos de pan. Los ladrillos se preparaban en moldes, de tres en tres; las tejas se curvaban de una en una. Todo, en el suelo. «Qué dolores de espalda. Claro que llegaba el fin de semana o cuando había baile y, chica, para esas horas se te quítaba todo el cansancio». Luego se preparaba leña para quemar en horno, se atizaba el fuego y se cocían las piezas. Lo último, el secado, enemigo del viento, el hielo y la lluvia. «Si venía un nublado o sentíamos atro­nar en medio de la noche … Si nos vieras correr a todos, pero al noventa, a recoger lo que teníamos por el suelo, porque el agua lo estropeaba todo».

Al final, salían unos ladrillos ásperos, porque el barro era más grueso que el que ahora ofrecen las máquinas. Y duros, gra­cias a la intensa cocción. «Se vendían divi­no para fachada», dice Valentina.

Con la muerte de su padre y la marcha de sus hermanos a trabajar fuera, abando­naron la tejera. Durante algunos años ella tuvo que trabajar en el monte, recogiendo miera para los resineros. 75 pesetas por jor­nada, sin seguridad social, como siempre. Pero no tardaría mucho en volver al barro. Se casó con Carlos, y su familia también hacía ladrillos, pero con una máquina. Un proceso algo más sencillo, pero tampoco muy rentable. « Una fábrica grande hace 60.000 ladrillos al día, y nosotros 500, como mucho, 1.000, y a mano la mitad. Aunque ladrillos macizos como los hechos por nosotros no los hay en ningún sitio, porque el barro de aquí es muy fuerte», comenta. Y hay que creerla, porque desde hace veinte años guarda cerca de 4.000 de sus ladrillos, para que no falten el día que pueda arreglar la casa.

Ya no queda rastro, en Lastras, de los tejeros. La chimenea de ladrillo de la anti­gua fábrica de resina parece la sombra de ese pasado en el que los hornos humeaban. Valentina dice que los jóvenes quieren un jornal, hacer sus horas y librar el fin de semana, que hacer tejas y ladrillos es «un oficio de no aprenderle y de no seguirle». Tampoco quedan alfareros. Las manos inquietas y hábiles de Valentina, que saben todo sobre el barro, hicieron durante algún tiempo cazuelas y fuentes. Pero ya no, «porque eso no es un porvenir en la vida».

Buscando el porvenir, un día se le ocu­rrió comprar una marrana, para irla cuidan­do. «Como veía que sí la entendía, pues compramos diez, y a la orilla de la tejera hicimos un cebadero, con ochenta y cinco cerdas», explica, como la lechera del cuen­to, pero con final productivo. Y he aquí a Valentina arremangándose y untándose la mano bien de aceite o de jabón para ayudar a los marranines a salir en el parto, cortán­doles los colmillos o poniéndoles inyeccio­nes cuando pillan el «mal rojo».

Pocas cosas se le han puesto a Valentina por delante. Le daban una máquina de coser Alfa, y hacía camisas y calzoncillos para toda la familia. Cogía veinte marranos, y preparaba la matanza ella solita. «Yo creo que no hay trabajo que no sepa hacer. Mis conocimientos no es que sean de mucho estudio, pero de tonta no tengo nada para las cosas», dice, sin jactancia alguna, senci­llamente porque es algo que ha comproba­do a lo largo de los años. «Es que en la vida hay que espabilar tanto … », comenta.

Ahora sus hijas le dicen que descanse, que se lo ha ganado. Le recomiendan que vaya a un balneario a coger los barros, a ver si le alivian el dolor de columna. Nunca ha tenido vacaciones, y no se queja: «Nosotros hemos disfrutado y seguimos disfrutando», afirma, y le vienen a la memoria esos días en los que se ponía los rulos en el pinar, para estar guapetona cuando fuera al baile, al final de la jornada. Ahora, casi todas las tardes va con otros amigos a merendar a la bodega para no estar todo el día en casa, «que sales de televisión hasta las narices». Pero su cabeza no es la de una jubilada ociosa. «Con buenas ganas me quedaba de montar una empresa, pero es que a veces me siento en el sofá y no puedo ni mover­me. Aunque, siendo cosa que lo pudiera hacer sentada, no te digo que no», dice. Y se sonríe pensando en ese señor, «el más millonario de Galapagar», que siempre que la veía, le decía: «Qué lástima de mujer, qué industriala podrías haber sido».

Este reportaje forma parte del libro «Personas mayores, paisaje eternos» escrito por Teresa Sanz Nieto y publicado por la Junta de Castilla y León en el año 2002

Teresa Sanz .

Edita: Gerencia de Servicios Sociales.

Consejería de Sanidad y Bienestar Social. Junta de Castilla y León.

I.S.B.N.: 84-9 718-124-7

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2 comentarios

  1. La conozco tiene un año mas que yo. Me han gustado las fotos antiguas que habéis puesto porque son de mi época y las tengo en mi mente. Que bonito es recordar lo que viviste en la niñez y mas a los que faltamos del pueblo hace mas de 70 años. Saludos cordiales.

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