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La vida en el rio

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Masita y Luis, Felipe y Paca. 4 hijos, 6 nietas y dos biznietos. Y toda una vida en El Río. 41 años los primeros y 33 los segundos. La tía Masita más, porque nació allí… Navas y Garrido. Y millones de historias para contar a los que tenemos la suerte de poder escucharlas. Sus hijos crecieron allí, sus nietas, casi todas, también. Los biznietos llegaron después.

Pero además de la familia, por allí pasaba mucha gente… de visita, a pasar el día, a comer, a cenar y lo que se terciara. Las puertas estaban abiertas, bueno, más bien no las había, eso fue algo tardío, cuando la jubilación ya empezaba a verse en el horizonte.

Unas truchas, unos caracoles, cangrejos, unas maninas de la tía Masita… todo estaba tan rico… ay, las patatas con carne del abuelo Felipe, hechas a fuego lento en la cocinilla de leña, ¡qué patatas! Si es que hasta las patatas asadas sabían distinto.

Y la parrilla… Allí la parrilla se comía de pie, al raso y al calor de las ascuas mientras oías bajar el agua por el río.

Pero no todo era comer, el día a día era echar las máquinas, revisar y apuntar los kilovatios en esos libros de color pergamino, abrir y cerrar las compuertas, vigilar la presa y limpiar la balsa. Dormir «con un ojo abierto y otro cerrado» en la sala de máquinas, con un ruido, al que doy fe, acababas por acostumbrarte.

Mientras Luis y Felipe se dedicaban a esto, Masita y Paca pasaban el día no faltas de tarea, siempre había algo que hacer, ya fuera subir leña o pelar pollos, limpiar caracoles o lavar la ropa. Allí los cacharros se lavaban en «la goma». Bañar a los chicos en los barreños de zinc o calentar los ladrillos. Y eso si no había «venida»… los días de venida o tormenta todo el mundo alerta, si las máquinas se «disparaban», a correr, y si el río bajaba turbio, a dar aviso.

Así era la vida en El Río.

El Río. Así, con mayúsculas. Porque es un sitio concreto. Un sitio con personalidad propia y recuerdos únicos. El Río, porque es como el que escribe Hogar con mayúsculas. Para mí era mi casa. El lugar de las aventuras de mi infancia. No necesitaba más que un pino y dos retamas para hacerme una cabaña debajo y pasar horas jugando allí. La piscina se improvisaba con dos tablones en el “chorrete”, con el agua bien fresquita que bajaba de la balsa.

El Río me enseñó tantas cosas… a divertirme con poco, a valorar la naturaleza, a apreciar nuestro entorno, a buscar setas, a pescar, a coger lombrices, caracoles, berros… el placer de caminar y aprenderme los caminos, el silencio y la soledad. Pero todo ello no lo aprendí sola, tenía un gran maestro, el mejor. Mi abuelo.


El artículo original, escrito por Raquel Olmos Sanz, forma parte del libro «Lastras de Cuéllar, Historia de un pueblo y sus gentes»

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